miércoles, 27 de julio de 2011

Punto G - Narración de Jéssica Sanchéz


A mis amigas
y al Gordo, por supuesto.

Mi primer orgasmo me agarró de pura casualidad. Adolescente y enamorada, poco sabía de las virtudes del amor y el sexo, no más de lo que mis pensamientos afiebrados me permitían; encerrarme en mi cuarto, cerrar los ojos e imaginar escenas lascivas de besos, cuerpos desnudos y humedad, mientras notaba cómo un calor intenso se iba adueñando de mis miembros y rogaba que no me entrara la fiebre, porque entonces tendría que inventar una y mil excusas para justificar la calentura.

Ese día, concretamente esa noche, pensaba en él. En la cama, mientras mis fantasías rodeaban mi cuerpo, empecé a tocarme lentamente los senos y bajé hasta el ombligo y el vientre, deteniéndome brevemente en cada uno. Luego encontré el monte de Venus y mis dedos bajaron audaces hasta los labios mayores, acariciándolos poco a poco, saboreando el momento, mientras yo misma me decía dulces palabras de amor. Y de pronto me detuve. Como en un flash, recordé la vez que mi madre me sorprendió tocándome la vulva y me regañó fuertemente
“¡Las niñas no hacen eso! ¡eso es malo! ¡una se toca eso solo para bañarse!”. Pensé qué cosa podía ser tan mala como para referirse a ella como “eso”; así que no le hice caso y lo intenté otra vez; y otra. Hasta que mi madre me pescó por el olor de mis manos. “Tus manos huelen raro”, dijo, me las tomó de improviso y las llevó a su nariz, olfateándolas, como gata salvaje. Luego me pegó en las manos y me dijo que si volvía a sorprenderme en esa clase de actos me iba a ir peor. Me envió a lavarme, con la pronta advertencia de que “las madres todo lo sabemos”. Sin embargo, yo aprendí una cosa: cuidado con los olores. En especial con ese olor dulce y picante que delataba la presencia de esa humedad que existe entre mis piernas.

El resto lo hizo la escuela de monjas: “Dios está en todas partes, por mucho que te escondas, por muy oscuro que sea el lugar donde estés, ahí está Dios viéndote”. No fue tanto el temor de que Dios me viera haciendo algo incorrecto, sino la idea de un Dios voyerista que perdía el tiempo espiando esa clase de acciones, mientras había cosas más importantes que supervisar. Me molestó y no lo volví a intentar, hasta ese día.

Después de la reflexión seguí. Deseché todas las ideas de un plumazo, diciéndome que ahora que estaba grande y enamorada bien podía enfrentarme a algún tipo de acusaciones formales. Y encontré mi pedacito redondo y rosado, que me había causado tantas sensaciones inciertas de pequeña. Empecé a jugar con él, primero de pasadita, luego con movimientos circulares, mientras una sensación desconocida en las entrañas me iba subiendo por el vientre, pidiéndome más, cada vez más. Paré y seguí, intermitentemente, hasta que exploté. Me estremecí y quedé agotada, con la boca seca, sin saber qué hacer o qué decir. Un escalofrío recorría mi espalda, mientras observaba las diminutas gotas de sudor que aparecían en mi cuerpo. Noté algo más, no tenía fiebre.

Desde entonces, la masturbación fue mi consabido remedio para las alteraciones bruscas de temperatura y para las ansiedades más recurrentes, así como una eficaz alternativa contra:

A: Malos amantes
B: Novios acosadores y/o con instintos violentos
C: Eyaculadores precoces
D: Rupturas imprevistas de condón y embarazos no deseados.

En los años siguientes se inició una búsqueda frenética por encontrar el Punto G. En los libros, en las conversaciones de las amigas, en una rueda colectiva donde cada una hacía su representación onomatopéyica del orgasmo: gemidos audaces, fuertes, roncos, pujidos, la mayoría de las veces casi bramidos salvajes. Nada parecido a la hilera de gritos histéricos que emiten las actrices en la televisión.

Probé con las láminas y los amantes. Explico, por un lado miraba atentamente las láminas de biología, para ver en qué punto —según las referencias bibliográficas— se encontraba el Punto G. A partir de allí, les decía a mis amantes: “allí no, un poco más arriba, de este lado, sí, tal vez allí”. Con los años jamás pude encontrarme el dichoso punto, que con solo tocarlo me haría estremecer de placer y tener múltiples orgasmos. Nada de eso.

Hasta que conocí al Gordo, en un bar, es mejor que decir: en una aburrida reunión política de objetores de conciencia y, cosa rara, estuvimos hablando durante horas, casi hasta el amanecer. Lo nuestro se convirtió en una relación de placer por compañía. Nada más. Sin sexo. Me hacía reír, lo confieso, una cualidad extraña en un hombre. Alguien que esté contigo para hacer que te sientas bien, para festejar la vida, nada más. Por ese entonces tenía un novio con el cual hacía las cosas formales, que deben hacer las chicas serias, salir con ellos, visitar a las familias, conversar obligadamente y llegar hasta un punto en el cual tenía que decir que “no, todavía no, un poco más arriba”, pero nada de penetración, por si las dudas. Toda esa renuencia equivalía a años de decepción y frustraciones, de promesas de matrimonio, casas, hijos y trabajos, pero ningún indicio del famoso Punto G.

Entonces decidí, en las noches de insomnio —por las calenturas mal habidas y nunca saciadas—, que nada perdía para mi investigación probar con el Gordo, ya que le tenía tanta confianza y le había agarrado tanto cariño. Lo que saliera mal podría remediarse con risas solapadas, con vergüenza, pero siempre con un toque de humor. Cuando se lo propuse fue incómodo, con un silencio y un abrazo de convencimiento a medias. Apagamos la luz del cuarto —su cuarto porque fui yo quien había ido a buscarlo. Tratábamos de mirarnos en las sombras y adivinarnos como dos animales que miden sus distancias. Poco a poco nos fuimos acercando entre besos y caricias, un beso húmedo y cálido a la vez; sus dedos empezaron a hacerme pequeñas cosquillas en el cuello y me solté a reír, mientras la imagen del novio formal pasaba a formar parte de un conjunto borroso en algún lugar vacío. Sus manos revolotearon sobre mi cuerpo, deteniéndose en las zonas más sensibles de mi cuerpo, en la espalda, en la base del cuello, en mis labios, en mi cara. Él dibujó mi cara con sus manos. Yo las besé. Me llevó a un mundo de sensaciones que solo tenían sentido, por primera vez, si estaban con él. Avancé por un camino brillante y desconocido, lleno de olores picantes, saliva y desnudez.

De pronto sentí que me consumía en un fuego misterioso, mi boca no era mía, mis manos tampoco eran mías, ni mis pies, ni mis dedos, ni siquiera mi voz. Me convertí en un manojo sudoroso de nervios pegados a la otra persona, en una especie de simbiosis donde todo era uno y donde quería ser subsumida, sin parar, hasta el fin. Una parte de mí notó que yo temblaba de una forma incontenible. Él acabó y yo todavía temblaba.  -¿Cómo te fue? —me susurró a lo lejos. —Todavía no —le respondí. Entonces bajó sus manos hasta mi pequeño tesoro rosado y sonriendo me dijo —Te ayudo. Fue entonces, con sus manos y las mías, que me perdí en un mar de gozo, desde donde una niña pequeña me miraba y le tendía la mano a la mujer que eran una sola. De una u otra manera me hallé parada en medio del sol, deseando ser el sol, implorando con una sonrisa por la luz y el calor.

Di la vuelta y me acurruqué junto a él, guarnecida. De ese modo supe que mi búsqueda había tomado una senda distinta. Ya no serían las láminas ni los libros de texto ni los comentarios fugaces los que aliviarían mi curiosidad, sino un mundo diferente de sensaciones. No necesitaría más que buscar los colores que habían empezado a abrirse paso dentro mi cuerpo: una pintura, un espejo donde estaría reflejada y me observaría sin vendajes, desnuda y voluptuosa, irreverente y confiada, sosteniendo entre mis manos las reservas inagotables, cotidianas del placer.

Jéssica Sanchéz

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