lunes, 11 de octubre de 2010

Con las manos atadas


Nos hemos acostumbrado a la muerte, la vemos con sus ojos pelados y sus dedos tiesos señalándonos de frente, como reclamándonos, como recordándonos una verdad con tanto terror negada; vemos las noticias del televisor con imágenes grotescas de cadáveres boca arriba peleando con las moscas y los perros, los cuerpos destrozados en el pavimento por absurdos accidentes de tránsito, jóvenes y viejos que dejaron de ser y su sangre, inútil ya, carece de facultades para abonar siquiera el asfalto. Muertos propios y ajenos que nunca imaginaron ser portada de un diario amarillista acostumbrándonos a verlos día y noche, invadiendo nuestros sueños y pesadillas. La muerte, esa impúdica madre que a todos habrá de recibirnos.

Ayer fue un día grotesco. Por una temeraria asignación tuve que asistir al centro integrado del Ministerio Público que funciona frente a las instalaciones del CORE 7 en el centro de Tegucigolpe. Si tenemos que construir una imagen caricaturizada del mundo de la burocracia hondureña, esta está en las oficinas de la policía. Son espacios fríos y grises, en donde la gente camina con la cabeza baja como ocultando su rostro ante los demás, para no ser visto, para imaginar que nunca pasaron por la puerta. Los agentes, obesos de orgullo, verifican constantemente que su arma de reglamento esté aun en su cintura, para no perderla, porque en ella está su vida, porque sin ella no son nada.

Por la mañana 3 jóvenes murieron en un accidente de tránsito a alturas de la UTH en el anillo periférico. Iban a exceso de velocidad, seguramente no era la primera vez que probaban pegar el pedal del BMW, disfrutar de la adrenalina pasando de las 100 millas por hora, sentir la emoción del camino y el poder del motor modificado, pero esta fue su última. Las calles de esta ciudad son una trampa y tarde o temprano te sorprenden. En esta ocasión fueron ellos: Syrus Aguilar, Solage Mendoza y Wilmer Casco. El carro quedó destrozado, hecho una bola de hierro abrazando un poste y sus ocupantes adentro, mezclados para siempre con el metal y el cuero de los asientos. Niños aún, 19, 20 y 22 años, estudiantes universitarios que salieron de sus casas sin despedirse, porque dijeron volverían para la cena. La operación para reconocer los cuerpos fue difícil, hubo que terminar de partir el carro en dos para sacar los trozos de sus cuerpos. Cientos de curiosos se acercaron a la escena a lamentar el infortunado final de los muchachos, entorpeciendo aún más la operación forense, y sus familias, llorando desconsolados ante la impotencia, imaginando todas las posibilidades que pudieron haber pasado si tal o cual cosa se hubiera hecho distinta. Pero no había nada para cambiar, sus chicos estaban allí y no volverían.

Cuatro horas después todo había terminado. Se llevaron los cuerpos, el vehículo, se hicieron las mediciones respectivas, se recogieron los testimonios necesarios y los curiosos se fueron poco a poco, a contar la historia, a dar gracias que no fueron ellos. Atrás quedó la calle, muda testigo de los miles de accidentes que ocurren cada año en esta ciudad.

Luego fuimos a La Era, una colonia marginada que queda por la salida a Santa Lucía. Calles amarillas de polvo intransitables, cientos de niños y jóvenes que huyen de sus precarias casas y ven desde las esquinas como el camión de la morgue transita por su barrio con familiaridad. Seguramente han llegado muchas veces y esta no será la última. Pero era mi primera vez, y fue por una señora que murió de infarto.

Llegamos a la casa, afuera se agrupaba la gente recordando los detalles de una vida compartida con la finada, curiosos y dolientes se mezclaban para ver silenciosos como el forense sacaba el cuerpo de su casa, a donde ha de volver una vez más para la vela, esa noche y mañana la acompañaran a un pobre cementerio de la zona. Había dolor, pero daba la impresión que era una muerte anticipada, como suelen ser las muertes de los viejos.

Y otra vez para la oficina a esperar la próxima víctima. Mi asignación era presenciar un levantamiento de muerte violenta, para aprender como se recoge la evidencia, el procedimiento del fiscal de turno y el inicio de la investigación criminal. Me sentía como un animal de rapiña que viaja por la ciudad recogiendo los desechos humanos para que nadie los vea, para que todos sigan sus vidas olvidando la muerte. La última llamada llegó a las 8 de la noche. Había pasado ya diez horas con el equipo y más o menos comprendí la rutina.

-Estas sí son violentas- Me dijo un agente policial de unos sesenta años, conductor de la patrulla.

-Es la que estoy esperando- le dije, consciente de lo cínico que sonaban mis palabras.

Y partimos hasta la aldea Guajiquile a 10 Km salida a Olancho, cerca de la procesadora municipal de carne.

Era la primera vez que conocía esa zona de la ciudad, alguna vez hubo una calle pavimentada, pero se había perdido por los agujeros que fueron luego rellenados con tierra por hombres que cobran una especie de peaje por el servicio que la municipalidad no hace. Tomamos un camino lodoso, unos metros más y allí estaban. Eran dos jóvenes de entre 20 y 25 años.

Los cuerpos tenían las manos atadas atrás, posición cubito lateral izquierdo, les habían quitado los cordones de los zapatos para inmovilizarlos y los pusieron a ver a la montaña, en octubre el viento mece los árboles suavemente, como saludando al sol de la tarde que se pierde y deja un crepúsculo gris donde antes hubo colores, oscuridad donde antes hubo luz. Cayeron de frente, pegaron con el rostro en la tierra, el primer disparo fue a corta distancia en el oído externo, sin orificio de entrada pero con orificio de salida por atrás de la cabeza. Luego les dieron vuelta, colocaron su cuerpo boca arriba y los remataron.

Cuando llega el equipo de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal la gente guarda silencio. Todos se hacen a un lado para dejarlos pasar, saben bien que habrán preguntas: ¿Quién llamó a la policía? fui yo señor, vivo a poca distancia; ¿Quién vio el carro? yo, era una runner 4x4 verde sin placas y vidrios oscuros; ¿Qué escuchó?, como nueve disparos; ¿A qué hora fue?, como a las 6 de la tarde; ¿a dónde va ese camino?, a la hacienda de Antonio Cárdenas; ¿Alguien los conoce?, no, no son de acá.

-Van ocho en lo que va de la semana- me dijo un agente de policía, -siempre es igual, los traen hasta aquí para rematarlos, luego se van y nadie ve nada.

Los jóvenes no tenían documentos, uno de ellos cargaba una boleta de infracción de tránsito fechada en 30 de Agosto a nombre de Wilson Neptalí Urbina Mejía. En su mano había pintura verde.

-Esto es importante, parece que se agarro de un tubo o algo así- dijo la doctora forense al equipo.

-Es de un bus- dijo el policía de investigación, -este debe ser el cobrador, aquel el chofer- concluyó, antes de cubrir las manos del joven con una bolsa de papel.

Cubrieron los cuerpos con bolsas plásticas, luego los subieron a los camiones. Era casi las diez de la noche y hacía frío, en la oscuridad podía ver los focos de los curiosos y recuerdo algún flash seguramente de la prensa.

-Hay un hombre de una moto atropellado cerca de cerro de hula, dijo el policía conductor de la patrulla al fiscal de turno, -lo mató una rastra, remarcó, viéndome con el casco en la mano.

-Vienen, nos preguntó el fiscal para saber si seguíamos con ellos.

Yo ví el cielo estrellado, no hay luna estas noches. Es una lástima que en Tegucigolpe no puedan verse más las estrellas.

-No, le dije, ya tuve suficiente.

Oscar Estrada, miembro de AenR

9 de octubre 2010

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