lunes, 27 de diciembre de 2010

La savia popular revitaliza al arte hondureño. Helen Umaña

El pasado viernes 10 de diciembre viajamos a Trinidad, Santa Bárbara, junto a Helen, Rocío y Armando. Después de la "escala técnica" en El Galopa, llegamos al filo de las 9:00 de la noche y fuimos recibidos, con la cálida hospitalidad triniteca, por Delmer López, Samuel Trigueros, Mega y los compas de La Siembra. Todos estaban inmersos en la actividad previa al día de la quema. Esa misma noche vimos algunas de las chimeneas, pero fue hasta la mañana siguiente cuando pudimos apreciarlas cabalmente; también conversamos con los pobladores, quienes se han identificado totalmente con la actividad a lo largo de estos años. Nadie mejor que Helen Umaña para describir esta maravillosa experiencia en las líneas que siguen a continuación; además, puede complementar su lectura con las imágenes captadas por Armando García, Gustavo Campos y Mario Gallardo haciendo click aquí.

La savia popular revitaliza al arte hondureño.Helen Umaña
El portal, a la entrada, con símbolos teatrales sobre la simulada y gris pared, nos pone sobre aviso: entramos a una región en donde, por algunas horas, la imaginación y la creatividad imperan. Estamos en un espacio público ganado al boicot oficial que las desterró del centro de la ciudad.

La tortuga es inmensa y sobre su bien delineado caparazón porta un mapa de Honduras: «Representa al país porque su desarrollo es muy lento, como el paso de la tortuga», nos explica un niño que no va más allá de los doce años.

Otra escultura reproduce a un conocido personaje de las series infantiles televisivas. El amarillo intenso refulge al espléndido sol de la mañana triniteca. La larga cola simula mortífero rayo: «Este es PicaEneeChú: sólo perdona las deudas de los ricos pero no las de los pobres», indica el pequeñín.

«Juan Pueblo» se lee sobre la alta cruz. Como balanza, del brazo horizontal cuelgan dos bandejas: una, llena de gorilas de peluche, domina con su peso; la otra contiene paquetes de alimentos y granos básicos y se ha ido hacia arriba. Al pie, la pala, el martillo, el serrucho y la piedra de moler recuerdan la precariedad de las armas con las cuales Juan Pueblo libra su cotidiana batalla contra el hambre. En la base del fiel-cruz, una peana. «Se puede subir el que quiera», anuncia un joven. Una hermosa mujer vence el miedo y acepta el reto. «Estire los brazos»; «incline la cabeza», dicen algunas voces. El largo cabello le cubre parte del rostro. Eva crucificada, susurra una voz dentro de mí. A sesenta años de distancia, la obsesión del novelista Toño Rosa parece corporizarse. Un cuadro vivo dentro de la mejor tradición del teatro de evangelización. De sopetón, el arte dramático, había irrumpido en forma espontánea provocando la analogía. Las cámaras, afortunadamente, atraparon la belleza del instante.

Reproduciendo el deformado y esquelético cuerpo de Sméagol, el infrahumano personaje de «El señor de los anillos», la enorme caricatura-escultura es la efigie burlesca del gobernante actual. Enormes orejas y dientes enormes. Sonrisa estereotipada. Frente a él: tres calaveras y sus correspondientes cruces chorreando sangre. Sentado sobre el mundo, sus deposiciones manchan la tierra.

¿Y el león?, le pregunté al muchacho que custodiaba la gigantesca mole. «Es el sistema —me contestó con seguridad apabullante— y allí está, chiquitito pero valiente, un muñequito que representa a Morazán y al pueblo; por eso lleva la bandera de Honduras», concluye. ¿Cuántos trabajaron?, pregunto. «Como treinta o cuarenta. Algunos iban por la tarde, o por la noche». ¿Pertenecen al teatro La Siembra? «No, lo hicimos con los de nuestro barrio». ¿Y es así con todas las chimeneas? «Sí, todas se elaboran por quienes deseamos hacerlo». Un sentimiento de alegría me invade: Aquí está surgiendo arte desde las profundas necesidades del pueblo. Lo que esto anuncia hacia el futuro es imparable, pensé.

El monumento a «la prensa vendida» se realizó con escrupuloso realismo. Siguiendo minuciosamente el diseño de antiguas imprentas, a manera de ruedas de muerte, de sus entrañas salen, maquiavélicamente aderezadas, las portadas de periódicos expertos en el camuflage y la mentira. El color terrible de la sangre —ese, el que jamás se olvida— salpica toda la estructura.

El monstruoso Minotauro se eleva por encima de las demás esculturas. Quizá unos seis o siete metros. En tierra santabarbarense ha revivido el antiguo mito griego del devorador de hombres. De sus fauces y de sus garras cuelgan girones de la bandera nacional. Alegoría de aquello que ha hecho del país uno de los últimos de Latinoamérica: el salvaje sistema de explotación y opresión; la violencia represiva; el golpe de Estado; el conflicto agrario en el Aguán; la maquila… Tal, la riqueza polisémica del símbolo.

«Santísimo Ventura». Vestido de elegante traje azul, a sus pies, a manera de pisoteo, cerca de sus zapatos, descansa un blanco libro en cuya pasta se lee: Estatuto del Docente. La autoridad, enemiga de las conquistas laborales del magisterio.

Una grácil llama. Su pata aplasta al águila que, ornada con la enseña de las barras y las estrellas, yace sobre el suelo. «La hicieron un niño y su madre», explica nuestro cicerone: «Son los países de América del sur que se oponen al imperialismo», concluye. El nombre de la pequeña chimenea esconde una sugestiva propuesta de acción: «La llama que vuela».

La araña es de acabado perfecto. Inmensa. Cubre todo lo ancho de la calle. La noche anterior, iluminada, parecía un engendro escapado de una siniestra película de terror. Título: «La viuda negra del capitalismo». Esa mañana, un muchacho agregaba los toques finales de pintura. Se estaba a pocas horas de quemarla y el afán de perfección indicaba algo básico, presente en el discurso total de la «Feria del Paseo Real de las Chimeneas Gigantes»: el gran respeto a los espectadores; el sentido de dignidad con el cual debe tratarse al pueblo en función de receptor de cualquier mensaje.

La loba, sencillamente fabulosa. Gigante entre las gigantes. Como los míticos Rómulo y Remo, a sus tetas, prendidas con voracidad infinita, grandes serpientes le succionan hasta la última gota de energía: las organizaciones empresariales; los burócratas; los golpistas, el bipartidismo… ¿Nombre? «Matria en nido de sierpes».

Soberbio es el gesto del águila imperial. En sus garras, un cuerpo destrozado. La cabeza sangra sobre el suelo. Como terrífico bosque, manos gorilescas se alzan en demanda de artefactos de muerte… Evocando a Pedro Magdiel, Róger Iván, Wendy, Isis Obed, Walter y otros y otras como ellos, y pensando en lo que en ese momento está ocurriendo en el Aguán, la siniestra alegoría provoca escalofríos. Su nombre: «Ave dando de comer a sus gorilas».

«La partida del ángel» tiene una tónica distinta. La grácil mujer-mariposa, de brazos levantados que sostienen al mundo, casi está a punto de alzar el vuelo. Su relajante y vertical diseño sugiere una realidad distinta, una tierra más humana y menos perversa. ¿Símbolo de los hombres y mujeres que, a costa de sí mismos, han luchado por un mundo más amable? ¿Es asimilable a la esperanza que quedó en la caja de Pandora? ¿Un ser de nuevo cuño buscando el porvenir? La amplitud interpretativa es señal inequívoca del logro estético de sus creadores.

¿Y la enorme vagina que parece haber escapado de una página rabelesiana o de una película surrealista? Desprejuicio total al trabajar los detalles anatómicos. Sus autores corrieron el riesgo de enfrentarse al sentimiento pudibundo de algunos. Al final, «La gran revelación» fue apoteósica. Una oda a la vida que se inicia y se renueva. En el recorrido que el espectador podía realizar al interior del mega vientre, en las fotografías exhibidas, un propósito: inculcar respeto al cuerpo femenino. En conjunto, enseñar que en la anatomía humana no existe nada vergonzante porque es tan natural como la flor, el árbol o el pájaro. Conducir a la reflexión sobre el tema del aborto. Fomentar el rechazo a la violencia doméstica. Los aplausos finales, cuando el fuego consumió las entrañas de la chimenea, indican cuál fue el veredicto popular: aceptación unánime de la propuesta conceptual.

Si costaron tanto, ¿por qué quemarlas?; ¿por qué gastar dinero y esfuerzos en algo que las llamas destruirán en segundos?, dicen los pragmáticos. Porque en la vida no todo es dinero, contestaría Délmer López, el gestor principal de las chimeneas. Más importante que el brillo fatuo del oro es la milenaria lección del fuego, le confirmaría, en un hipotético diálogo, Gastón Bachelard. Quemar —purificar, a manera de ceremonia sacrificial— todo lo que, a nivel personal o colectivo, denigre y pisotee la dignidad humana. Lección que, una vez asimilada y aprendida, no se borra nunca de una recta conciencia.

¡Cuántas enseñanzas desprendidas de la «Feria del Paseo Real de las Chimeneas Gigantes!» de Trinidad, Santa Bárbara. Ratificación de lo que fue evidente a raíz del golpe de Estado: el surgimiento de un fuerte despertar artístico y cultural al margen de la cultura canónica. Un movimiento, punto de encuentro entre artistas de extracción popular y otros que han pasado por la academia y las escuelas de arte. De esa interacción, ambos grupos han salido beneficiados. Lo comprueba la majestuosidad de las chimeneas alineadas en medio de la calle. Cada una, la pieza de un discurso cerebralmente concebido. Obedientes a un diseño inteligente y a una ejecución rigurosa. Ello posibilitó leerlas como un discurso integral, coherente y pleno de sugerencias interpretativas. Punto de singular importancia es la masividad implícita en su elaboración (y también en su disfrute): cada chimenea surgió de la participación de colaboradores de los diferentes barrios. Infantes, amas de casa, jóvenes… Cada quien aportó lo que pudo (inclusive, baleadas repartidas a media noche para que los artistas repusiesen fuerzas). En conjunto, según cómputo realizado por estimado amigo, el costo humano total equivale a catorce meses de trabajo.

Otro detalle digno de tomarse en cuenta: la quema de las chimeneas, en Trinidad, convoca a artistas procedentes de diferentes lugares del país. Cantautores, poetas, pintores, músicos, teatristas, narradores, fotógrafos… han hecho el viaje en varias oportunidades. Pero en las dos últimas ediciones (2009 y 2010), hubo una meta específica: insertar el discurso artístico dentro del marco sociopolítico surgido a raíz del golpe de Estado.

Lo anterior corrobora lo apuntado en más de una ocasión: la magnitud del golpe de Estado determinó un momento de fractura y de crisis que se proyectó a todo nivel. En el terreno intelectual y artístico, sin neutralidad posible, se abrieron las opciones de apoyo o de rechazo al accionar golpista. Para los de este último sector, las circunstancias demandaron la fusión con el gran movimiento de resistencia popular. El acto ilegal contra Manuel Zelaya Rosales y la violencia represiva que desencadenó les exigió un acto volitivo de recomposición y cambio de ruta: el inicio de una etapa que, superando la torre de marfil, apostase todas sus baterías al esclarecimiento, interpretación y apoyo al esfuerzo con el cual el pueblo, día a día, con altas cuotas de dolor y sangre, escribe su propia y digna canción.

San Pedro Sula, 14 de diciembre de 2010

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